El amor como principio de comunicación en el bien

Peter A. Kwasniewski[1]


1. Introducción

En los años de mis estudios superiores de filosofía y teología, recuerdo con claridad el placer con el que cursé varios semestres junto a Father Dewan. Sus clases se convirtieron, para mí, en el destino más avanzado de un itinerario metafísico hacia la Causa Primera, el Motor Inmóvil, el Ejemplar de todas las cosas—el summum bonum y telos del universo como un todo, de cada criatura, y, sobre todo, de cada persona. En esos momentos yo estaba también estudiando la cuestión del bien común político y fue Father Dewan, entre otros, quien me ayudó a caer en la cuenta de que cualquier tratamiento adecuado de esta cuestión debe profundizar sus raíces metafísicas y teológicas. Como resulde esto, puedo decir con toda verdad que el presente artículo toma una gran parte de su inspiración de ese gran Maestro Dominico de Sagrada Teología, a quien me siento privilegiado de poder llamar mi maestro.[2]

2. La antinomia contemporánea

Es un muy conocido axioma de la ética tomista que cualquier bien que una persona ama lo ama como su propio bien (bonum suum). ¿Cómo puede, entonces, haber un verdadero éxtasis, un verdadero salir fuera de sí mismo por amor a otro?[3] ¿Cómo puede haber un auténtico amor por otro en razón de ese otro? ¿No se transforma ese amor en egoísmo? ¿Y no sería toda alternativa práctica o teórica simplemente altruismo—una suerte de un espontáneo regalar algo a los otros sin la menor referencia a uno mismo o al propio bien?

El estado democrático liberal y el estado colectivista o comunista son gigantescas corporizaciones de la aparentemente ineludible antinomia de egoísmo y altruismo. Uno de esos sistemas reduce la motivación humana al interés propio o egoísmo, obstruyendo de ese modo una comunión interpersonal, que requiere el don de sí mismo; el otro sistema socava la felicidad humana ignorando la dignidad de la persona como tal, al permitir que el individuo se sacrifique por un “bien social” que le es ajeno. El clima político entero de la modernidad casi nos obliga a visualizar la realidad como un conflicto insoluble entre egoísmo y altruismo.

Puesto que la sociedad moderna ha desestimado las virtudes tradicionales en favor de un consumismo y un hedonismo materialistas, el hombre moderno, habituado a pensar, sentir y actuar como un consumidor en busca del placer, está, por lo tanto, habituado a los errores del egoísmo y está atrapado en él. Dado que hay tanta gente necesitada de la que no se preocupa, el egoísta debe ser “obligado” a ayudar a los otros. En relación con esto estoy pensando en el socialismo desenfrenado, en los programas gubernamentales de bienestar y de atención obligatoria de la salud que han ocupado el lugar de una subsidiariedad guiada por la justicia social y la caridad. Este “estado de bienestar” engendra cinismo, y luego, resentimiento y, finalmente, violencia, porque no emerge de una virtud poseída en forma genuina ni apela a ella; representa un asalto al monstruoso ego que la sociedad moderna ha producido. Dicho en otra forma, la sociedad moderna inculca el egoísmo en lugar de la justicia y la caridad, pero, reconociendo los resultados como desastrosos, trata de aplicar el altruismo, que refuerza al egoísmo y a la vez se irrita contra él. El resultado es la tensión social, las antipatías, los disturbios civiles.

En un filósofo político seminal como Hobbes, encontramos los presupuestos de esta expandida visión: todo es instrumental para mi propio bien, que se entiende como un bien meramente sensible; porque el yo = el cuerpo (en efecto, la realidad = el cuerpo), y no puede existir ninguna extensión del amor más allá del yo, más allá del cuerpo.[4] Para Hobbes, cualquier cosa fuera de uno mismo es, en el peor de los casos, una amenaza para el yo y, en el mejor de los casos, un medio para el fin de la auto-preservación. El contrato social es un mecanismo que me permite conseguir más de aquello que deseo mientras que le permite al otro conseguir lo que desea. No podemos desear algo que sea común, porque no hay nada que realmente sea común. Todo bien es un bien privado. Es así que yo no puedo “querer un bien para otro”; yo no puedo desear que otro esté bien en razón de sí mismo. Todo lo que yo deseo para otro (potencial o actualmente) me quita algo a mí.

Hobbes expone las raíces de la moderna antinomia de egoísmo y altruismo, cuyo estrecho parentesco puede describirse del modo siguiente. Si soy egoísta, yo subordino el bien de todos los demás a mi propio bien privado. Si soy altruista, yo subordino mi bien a lo que termina siendo el bien privado de algún otro. (Irónicamente, el altruismo, tanto en la teoría como en la práctica, depende de una básica presuposición de egoísmo—a saber, que mi bien y el bien de otro son simplemente ajenos a ambos y que yo puedo ayudar a otro solo a expensas de mi propio bien). Las dos iniciativas son iguales y, por cierto, anticristianas: el indiscriminado ordenamiento de los otros al yo o del yo a los otros.

La oposición entre egoísmo y altruismo es enteramente ajena a la doctrina de Sto. Tomás sobre el amor. En su sutil realismo, Tomás percibe bien la relación entre mi bien, el bien de las otras personas y la fuente trascendente de todo bien, el Dios tripersonal. La perfección humana no consiste en la realización de un yo separado impenetrablemente de los demás, ni en una negación radical de la dignidad e individualidad de la persona. La perfección del hombre consiste en el darse de uno mismo a Dios y al prójimo, saliendo de uno mismo hacia el otro en una oblación de auto-olvido que es también lo más alto de la auto-perfección, porque implica la comunicación en el bien común. Esta doctrina ofrece una alternativa genuina a tediosos debates sobre egoísmo y altruismo, auto-interés y beneficencia espontánea.[5]

3. El yo humano no está impenetrablemente separado de los otros

3.1. La generosidad extática como regla de la creación

Comenzamos con la observación de que el yo humano no está impenetrablemente separado de los otros en su realización, sino que, antes bien, se inclina naturalmente a lo que voy a llamar “generosidad extática”. Implantado en la naturaleza del hombre—o más precisamente, en su voluntas ut natura—está el amor del bien en cuanto tal. Como un ser que es y es bueno por participación, el hombre depende del Bien simple y está naturalmente ordenado a él; está inclinado, ya antes de una elección, a vivir más verdaderamente en Dios y para Dios que en sí mismo y para sí mismo. Las muchas manifestaciones conscientes de éxtasis siguen a este éxtasis innato del ser creado hacia el ser increado, del bien finito hacia el Bien infinito, de la semejanza al ejemplar, de la imagen imperfecta a la imagen perfecta. El éxtasis ontológico precede y sostiene al éxtasis psicológico como la naturaleza precede a la potencia y la potencia precede a la actividad.

El hombre, como todas las criaturas, tiene una potencia extática (Dionisio se refiere a ella como éros), porque está hecho a imagen del Dios todopoderoso cuyo amor generoso crea, conserva y gobierna el mundo. El Dios que no sale de sí mismo porque está en todas partes, no es contenido por nada, es el Amante cuyos efectos son sumamente extáticos, pues Él crea por amor esas mismas cosas de las que luego atrae el éxtasis de un amor que corresponde. En su bondad superabundante, mediante la cual permanece en sí mismo, crea un mundo de seres que, en mayor o menor medida, salen de sí mismos, imitándolo.[6]

Dios ha hecho a las criaturas para que sean no meros recipientes del bien, sino también fuentes del bien. Ens creatum, el ente creado, no solo tiene el componente negativo de pobreza, que provoca un apetito por el bien ausente, sino el componente positivo de riqueza, que promueve la difusión del bien hacia otros. Como explica Norris Clarke:

“Los seres reales de nuestro universo salen de sí mismos para actuar por dos razones: una, porque son pobres, y siendo limitados e imperfectos buscan una compleción de sí mismos desde otros seres; y la otra, porque son ricos, y como realmente existen poseen así un cierto grado de perfección en acto y tienen una tendencia intrínseca a compartirla de alguna manera con otros”.[7]

Como expresa el axioma: bonum est diffusivum sui. El bien tiene la ratio de ser difusivo de sí mismo.[8] Cuanto más noble es un bien, más posee el ser, y más puede ser amado no solamente en sí mismo sino como algo que se puede compartir y es difusible y participable. El bien divino infinito es infinitamente participable y, por lo tanto, es muy apropiado que el amor divino, que es idéntico a este bien, sea libremente compartido siendo ofrecido a los seres que sean recipientes de ese mismo bien. Como el recipiente creado es un espejo de su fuente increada e imita su actividad—como, en una palabra, el ser creado es un éxtasis mimético orientado hacia Dios—es naturalmente apto para comunicarse a sí mismo a otros en la manera en que sea posible, a saber, causando eficientemente en otro una semejanza de su propia actualidad, compartiendo así su bien. A este respecto es natural que todas las cosas no sólo obtengan y preserven su propio bien, sino que además lo compartan con otros. Todas las cosas, de acuerdo con sus posibilidades, aman naturalmente a algunas otras[9] y trabajan para su bien. El gorrión alimentando a sus crías recién nacidas está haciendo en su nido algo análogo a lo que está haciendo Dios en el universo: dando algún bien a alguien que es dependiente, no para beneficio del dador, sino del dependiente. Tal vez la mejor expresión de esta verdad se encuentra en la Summa contra gentiles:

“Cuanto más perfecta es la potencia de una cosa, tanto más elevado es su grado de bondad, tanto más universal es su deseo del bien, tanto mayor es el alcance de la bondad a la que se extienden su apetito y su operación. Pues las cosas imperfectas no se extienden más allá de su propio bien individual; pero las cosas perfectas se extienden al bien de la especie; las cosas aún más perfectas se extienden al bien del género; y Dios, que es lo más perfecto en bondad, se extiende al bien de todo ser. Por lo cual alguien dijo, no sin razón, que el bien, en cuanto tal, es difusivo de sí mismo, porque cuanto mejor es una cosa, más lejos llega el derrame de su bondad. Y puesto que, en cada género, lo que es más perfecto es el ejemplar y la medida de todo lo que pertenece a dicho género, se sigue que Dios, que es lo más perfecto en bondad, y lo que derrama su bondad más universalmente, es en esta efusión, el ejemplar de todas las cosas que difunden su bondad. Ahora bien, una cosa se convierte en causa de otra al difundir en ella su bondad. Y de este modo es nuevamente evidente que todo lo que tiende a ser la causa de otra cosa, tiende a una semejanza divina, y tiende, además, a su propio bien”.[10]

Cuanto más elevada es una criatura, tanto más da de sí misma, porque tiene más de su propia identidad en el origen de su dación. “La palabra ‘amistad’—dice Sto. Tomás—se aplica propiamente a un amor que se derrama a sí mismo hacia otros”.[11]

3.2. La naturaleza no es inherentemente egoísta

Aquí está la raíz del vigoroso desacuerdo de Sto. Tomás con un axioma que puede rastrearse hasta los primeros escolásticos y aún más allá, hasta San Bernardo: natura semper in se curva est, o natura est recurva in seipsa.[12] Una dramática afirmación de esto se encuentra en San Alberto:

“El amor de concupiscencia pertenece a la naturaleza, que siempre está curvada sobre sí misma, y todo lo que ama lo regresa hacia sí misma, curvándose sobre ella misma, es decir, sobre su propio bien privado; y a no ser que sea libremente elevada por encima de sí misma por la gracia, todo lo que ama se vuelve hacia su propio bien y lo ama en razón de sí misma”.[13]

Lo que perturba a Sto. Tomás no es la idea de que algún amor pueda ser auto-referencial sino de que el amor natural en cuanto tal merezca ser definido así. Pues si el amor natural es necesariamente direccionado hacia sí mismo, entonces cualquier clase de amor por otros, cualquier éxtasis, no es sólo un resultado exclusivo de la gracia sino que es también contrario a la naturaleza, destructivo del orden del apetito. Ya hemos visto que para Tomás el apetito se construye según líneas extáticas y hasta en los casos más claros de apetito auto-referencial, tales como el salto de un electrón en busca de un lugar más estable, del apetito de alimento por parte de un animal, o de la inclinación de una planta hacia la luz solar, la criatura está, sin saberlo ni entenderlo, esforzándose por asimilarse a Dios, consolidando su semejanza divina. Este proceso, sin embargo, no es aislado e introspectivo; es comunitario y extrovertido. Espontánea y naturalmente una criatura no está menos inclinada a compartir su bien que a preservarlo y mejorarlo. En palabras de Tomás: “Las cosas naturales tienen una inclinación no solamente con respecto a un bien apropiado—adquirirlo cuando no se lo posee y descansar en él cuando se lo posee—sino también a difundir el bien hacia otros en cuanto eso sea posible”.[14]

El amor siempre implica una trascendencia extática, sea que consista en la oblación total de la criatura al creador, en la reverencia jerárquicamente proporcionada de cualquier inferior a su superior, en el afecto y ayuda mutua de iguales unidos por amistad, o en la generosa condescendencia de un superior hacia el inferior dependiente de él para su sero su bienestar. El amor y el éxtasis no son, por lo tanto, compañeros por azar, sino que éste último es la marca infalible de la especie, la cualidad y la intensidad del primero. Si un hombre puede conocerse por la compañía que mantiene, el amor puede conocerse por el éxtasis que provoca. La participación del amor en la realidad personal y espiritual está determinada por la presencia de un compromiso y un don extáticos. El amor de las cosas como instrumentos de perfecciones accidentales genera un amor cuasi-extático que se mueve hacia afuera sólo para retornar hacia adentro portando dones para el sujeto que es el dueño de ellos. El amor de las personas en razón de sí mismas genera un verdadero amor extático, portando el yo como don para otro sujeto, en la forma de compartir una vida en común que aspira principalmente a bienes comunes. En un sólo amor está el éxtasis hacia el otro, que todo lo abarca y todo lo consume; el amor incondicional del hombre o el ángel por su Señor divino, en quien se encuentra todo bien, y a quien se debe toda adoración. Como explica David Gallagher:

“De acuerdo con esta doctrina de la participación, Tomás sostiene que la perfección de todas las criaturas, incluyendo los seres racionales, se encuentra más perfectamente en la fuente no participada que en los sujetos participantes. Es precisamente este punto el que sirve para explicar el amor de Dios por sí mismo (amor amicitiae) aun más que el del yo. El auténtico bien que se ama en uno mismo se encuentra más perfectamente en la fuente increada de ese bien… Es así que nos complacemos más (es decir, tenemos más complacentia) por el bien en cuanto existe en Dios que en cuanto existe en nosotros mismos, y, por consiguiente, amamos a Dios más aún que lo que nos amamos a nosotros mismos. Esto se podría expresar así: el bien completo de todo, que es Dios, es más mi bien que el bien parcial y particular que yo poseo en cuanto soy un ser particular. Dios, como fuente pura de todo bien, es más digno de amor que cualquier bien particular, incluido uno mismo”.[15]

Hemos comenzado diciendo que el yo humano no está cerrado en sí mismo y separado de los demás en su propia realización, y aquí tenemos la manera más directa de establecer por qué: la criatura está inclinada a amar el bien común que es más semejante a Dios que es naturalmente amado, que su bien privado que lo imita menos y es, por lo tanto, menos el bien de la criatura y es menos amado. Si el amor natural no fuera ya en cierta medida extático, amor amicitiae, amor de amistad, sería imposible, con la gracia o sin ella. Se podría expresarlo así: el egoísmo, la exaltación de lo privado sobre lo común, es solamente una corrupción y nunca es natural.[16]

Toda la vida moral—posiblemente la totalidad del ser creado—está bañada en una nueva luz: exceptuando la relación meramente lógica del yo con el yo, todas las relaciones están gobernadas por la ley de una comunicación extática, que varían en la potencia en cuanto los que se relacionan varían en el peso del ser, en la dignidad de la sustancia.

4. El yo humano se realiza en el bien común

4.1. Bienes comunes y bienes privados

Hasta este momento en nuestras reflexiones hemos visto que la manera en la que es tratado “el problema del amor”—que la lealtad debe atribuirse al altruismo o al egoísmo—implica, desde el punto de partida, una oposición falsa, construida sobre una metafísica superficial. Porque ninguna de esas posturas reconoce la generosidad extática como la regla de la creación, ninguna de ellas reconoce la distinción fundamental entre bienes privados, que no pueden ser compartidos por muchos, y bienes comunes, que sí pueden ser compartidos por muchos. Ahora vamos a considerar esta distinción.

Como vimos en el caso de Hobbes, el fundamento de la antinomia moderna egoísmo/altruismo es la visión de que realidad = cuerpo. Pero, según parece, Hobbes estaba equivocado: él dejaba de lado el dominio de la racionalidad. Porque los humanos somos animales racionales, que nos reunimos por medio de bienes espirituales a través de sus manifestaciones sensibles. No podemos comer el mismo trozo de carne, pero podemos compartir una misma mesa. No podemos usar la misma cuchara, pero podemos vivir bajo un mismo techo como hermanos. No podemos pronunciar la misma palabra, pero podemos participar en una conversación que nos una en una búsqueda de la verdad o en el disfrute de su alegre posesión. No podemos mirar con los mismos ojos o escuchar con los mismos oídos, pero la belleza inteligible que subyace en la belleza visible o audible puede penetrar enteramente nuestras almas de tal manera que seamos arrastrados hacia ella con una admiración y un deleite compartidos. No podemos pensar exactamente el mismo pensamiento, pero nuestras mentes pueden estar conformándose exactamente al mismo objeto y de este modo estar unidas en la verdad.

De todas estas maneras, aunque seamos muchos, nos convertimos en uno. Ser racional significa ser capaz de tener parte en bienes que trascienden el orden material, el hic et nunc. Quiere decir que podemos ser un “uno-muchos”: no una simple unidad, como es Dios, ni una multiplicidad siempre cambiante, como son las cosas materiales, sino una pluralidad unificada en una adherencia y por medio de ella a un bien superior. La amistad es “dos-como-uno”, “muchos-como uno”. Los animales del campo pueden estar juntos en un lugar, pero no pueden ser verdaderamente uno. Solamente las personas creadas a imagen del Dios Trinitario tienen el poder divino para constituir una realidad interpersonal, una communio o koinonía, que abarca y le da un significado último a su distintividad, a sus yoes separados. Esta communio será inherentemente espiritual, fundada en bienes espirituales y ordenada a ellos.

Este último punto merece una atenta consideración. Sto. Tomás observa que “los bienes espirituales son más comunicables que lo bienes corpóreos”.[17] Lo opuesto a esta postura es formulado por Garrigou-Lagrange como “una verdad a menudo expuesta por San Agustín y Sto. Tomás”, a saber: “Contrariamente a los bienes espirituales, los bienes materiales dividen a los hombres, porque no pueden pertenecer simultánea e íntegramente a más de uno”. Garrigou-Lagrange explica:

“Un número de personas no puede poseer integral y simultáneamente la misma casa, el mismo campo, el mismo territorio; surgirían disensiones, peleas, juicios, guerras. Por el contrario, los bienes espirituales como la verdad, la virtud, Dios mismo, pueden pertenecer simultánea e integralmente a un número de personas; muchos pueden poseer simultáneamente la misma virtud, la misma verdad, el mismo Dios que se da totalmente a sí mismo para cada uno de nosotros en la [Santa] Comunión. Por lo tanto, mientras la desenfrenada búsqueda de bienes materiales divide profundamente a los hombres, la búsqueda de bienes espirituales los une. Y nos une tanto más estrechamente cuanto más busquemos estos bienes superiores. Y es así que cuanto más poseemos a Dios, más lo damos a otros. Cuando derrochamos dinero, ya lo dejamos de poseer; cuando, por el contrario, damos a Dios a otras almas, no lo perdemos a Él; antes bien, lo poseemos más. Pero si nos negáramos a dárselo a una persona que nos lo pide, lo perderíamos”.[18]

La mención de San Agustín que hace Garrigou-Lagrange trae a la mente un famoso pasaje del Libro XII de las Confesiones donde Agustín contrasta a los que interpretan la Escritura movidos por el orgullo y los que lo hacen movidos por la caridad. Los orgullosos, dice él:

“Aman su propia opinión, no porque sea verdadera, sino porque es la suya propia. De otra manera tendrían el mismo amor por la verdad enunciada por otro: así como yo amo lo que ellos dicen cuando dicen la verdad, no porque sea de ellos sino porque es verdad. Por cierto, por el mero hecho de que es una verdad, deja de ser propia (sólo) de ellos. Pero si ellos la aman por ser verdad entonces ella es ya de ellos y mía; es la propiedad común de todos los amantes de la verdad… Pues Tu verdad no es mía ni de éste ni de aquel; nos pertenece a todos nosotros porque Tú nos llamas a participarla en común, advirtiéndonos amenazadoramente que no la poseamos como nuestra propiedad privada, para que no nos veamos privados de ella. El que reclama para sí solo lo que Tú has dado para que todos lo disfruten, y desea tener como propio lo que pertenece a todos, es arrastrado desde la riqueza de todos a su propia pobre riqueza, es decir, desde la verdad a una mentira. Porque ‘el que habla mentira, por sí mismo habla’ ( Juan 8:44)”.[19]

La verdad es la especie de bien que uno puede poseer solamente si uno no lo tiene como suyo propio, como poseído por uno mismo. En el momento en que es atrapada como algo privado, deja de ser verdadera; se convierte en una verdad falsificada o distorsionada, una media verdad o absolutamente una no verdad. Ésta es la razón por la que el credo cristiano, o hasta el acto de un sacrificio heroico equivalen a nada sin la caridad, como enseña San Pablo (1 Cor. 13). Aunque tales cosas sean verdaderas y buenas abstractamente, sólo son buenas y verdaderas concretamente para el sujeto, cuando las abraza con una voluntad buena, es decir, con un amor correcto del yo, que necesita el amor de Dios y del prójimo.

Es en este contexto donde la relación fundamental del bonum privatum y el bonum commune resulta evidente: el bien común, entendido propiamente, no es algo que, por encima de todo, sea personalmente “bueno para mí”; es precisamente lo que es mejor y lo más perfectivo para mí, simplemente hablando. Lo que es participable más en común es, al ser participado, lo más beneficioso para todos los que participan de él.[20] 

“El bien propio de alguien” no sólo permite sino que necesita que su propio yo se extienda amando a otros en razón de sí mismos, lo que implica amar bienes verdaderamente comunes a muchos. Respecto de mi bien como persona hay más que los bienes privados o las perfecciones que poseo. Mi identidad crece, mi bondad se amplifica, cuando me uno afectivamente con otra persona o comunidad en un amor que busca el bien de este otro en razón de sí mismo.

Esto suena paradójico, como tantas otras verdades básicas. Mi bien no es simplemente mi bien, sino que incluye tu bien; ciertamente, nuestro bien es más verdaderamente lo que es bueno para mí que cualquier otro bien que sea solo mío. La base de una amistad que sea verdaderamente humana es la unión de las mentes o espíritus a través de los bienes que son comunes, comunicables, e inagotables; esta relación tiene el potencial para un crecimiento y una fruición continuos. Los bienes materiales, que son inherentemente privados (es decir, compatibles sólo por predicación), agotables y sólo potencialmente divisibles, no pueden ser una base estable para una amistad.[21]

El amor genuino no sólo construye una unión personal, sino que destruye todo lo que sea incompatible con ella. El amor no solamente tiende a que los amigos compartan sus raíces en el bien común, sino que desarraiga todo lo que de los bienes privados pudiera interferir en esa comunión. Para poder unir, el amor también divide; lo obliga a un hombre a dejar de estar apegado a sí mismo, para poder apegarse a otro—de modo que pueda derramar su tiempo, su energía, sus acciones, sus posesiones a favor de otros. Aunque los amigos nunca lleguen a mezclarse en una identidad numérica, entran en una comunión genuina entre sí por medio de un poder del amor unificante y transformador. Cuando una persona ama a otra como se ama a sí misma, llega a estar fuera de sí misma para amar y promover el bien de la otra como hace con el suyo propio. Su identidad toma colorido y hasta puede transfigurarse por medio de una operación extática.

4.2. Egoísmo bueno y egoísmo malo: La verdad detrás de la antinomia moderna

En un simple bosquejo, hemos expuesto y refutado la supuesta antinomia de egoísmo y altruismo, pero ahora tenemos que admitir que su atractivo para el hombre moderno tiene, al menos en parte, sus raíces en su semejanza con la verdad sobre nuestra condición tras la caída. Según nuestra experiencia, hay—o puede haber—un conflicto real entre el egoísmo y el amor por el otro. Una respuesta plena a la oposición entre egoísmo y altruismo debe explicar nuestra experiencia. De este modo, ¿cuál es la oposición real entre egoísmo y amor por el otro?

Comenzamos por recordar algo que ya hemos dicho: el bien que es de mayor manera mi bien—el bien divino, que es per se infinitamente común—es ontológicamente distinto de mí, y sólo puede beneficiarme cuando es amado en razón de sí mismo y en cuanto participable por todos. Lo que es más profundo en la causa de la perfección, presente íntimamente en todas las cosas al comunicarles el ser y la bondad, es lo que más trasciende el yo y lo que más demanda el homenaje de la auto-trascendencia. El “yo” del que habla Tomás está siempre y más fundamentalmente ordenado a Dios, en el que existe más perfectamente su propio bien. Por naturaleza y por gracia, yo estoy extáticamente ordenado a Dios. El amor de sí mismo, por lo tanto, es considerado bueno o bien ordenado cuando (y sólo cuando) realmente ordena al hombre hacia Dios, su bien verdadero y final, fuera de sí mismo.

Aquí se halla la diferencia esencial entre cómo el hombre bueno se ama a sí mismo y cómo el hombre malo se ama a sí mismo. De acuerdo con Sto. Tomás, el hombre bueno ama lo que es más verdaderamente él mismo—su mente, en la que está inscripta la imago Dei[22]—sometiendo los poderes inferiores a los superiores y, si es necesario, sacrificando algo de los inferiores para una más plena perfección de los superiores.[23] Contrariamente, ordenándolo todo a sus poderes inferiores, el hombre malo hace un sacrificio auto-contradictorio de lo que es más verdaderamente él mismo a cosas que son menos verdaderamente él mismo. Como destaca Sto. Tomás:

“El amor de Dios es unitivo (congregativus), en tanto que mueve los afectos del hombre desde lo mucho a lo uno; y de este modo las virtudes que son causadas por el amor de Dios son conectadas entre sí. Pero el amor de sí mismo disgrega (amor sui disgregat) los afectos del hombre entre cosas diferentes, porque así el hombre se ama a sí mismo deseando para sí bienes temporales, que son variados y de muchas clases”.[24]

En casos extremos, los dos tipos de amor de sí mismo agotan las posibilidades totales de la naturaleza humana. El santo se alza hasta bienes más grandes, más comunes, más permanentes, que su mente abraza con amor espiritual; el pecador cae por debajo de sí mismo en bienes más estrechos, privados y pasajeros en los que él mismo se disipa. El que perdió lo que era menos que él mismo encuentra lo que es más él mismo, a saber, la imagen de Dios, y, a través de ella, la unión con Dios; el que encontró lo que es menos que él mismo pierde su alma y, con esta pérdida, pierde a Dios.[25]

Parte de la dificultad en este tema es la noción elusiva y ambigua del “yo”. ¿Quién o qué es el “yo”? Si lo tomamos con la significación de una instancia de personalidad, mi identidad humana en cuanto distintivamente mía, mi interioridad única como expresada en mi cuerpo y a través de mi cuerpo, entonces es obvio que el yo no es anterior, hablando absolutamente, a todo lo demás, especialmente a otros “yoes”. Existe, en primer lugar, el misterio de mi origen: yo no llego al ser “por mí mismo” sino a partir de otros, a un mundo que me rodea, con una naturaleza que me es dada. Luego está el misterio de mi socialidad. Desde el comienzo y a lo largo de toda la vida, el yo de uno está enredado en relaciones con otras personas, relaciones por medio de las cuales el yo alcanza (o no consigue alcanzar) su madurez y su condición más excelente. El agente virtuoso se somete a sí mismo y está preparado para sacrificar su vida en aras del bien común, en el que encuentra superlativamente su propio bien, su propia identidad. La perfección implica una dedicación o consagración a lo que, absolutamente hablando, es bueno; por eso efectúa demandas absolutas, y el hombre bueno es precisamente el que escucha estas demandas en razón de la bondad misma, y no en razón de beneficios privados. Viviendo así, él “asigna para sí mismo los bienes más nobles y mejores” (como dice Aristóteles),[26] dado que se participa de un bien común subordinándose uno mismo a él. Como hemos visto en el texto de San Agustín, un bien común solamente puede ser poseído como común, no “como mío” con exclusión de otro. Si el hombre bueno ha de asignar el bien más noble a sí mismo, entonces debe referirse y subordinarse a sí mismo a ese bien nobilísimo que lo ubica en la relación de una parte al todo.

La distinción existencial entre la criaturas racionales fue querida por Dios con vistas a su asociación, formación de una sociedad, una amistad y una mutua inherencia (mutua inhaesio).[27] Lo mejor de ser un individuo de una naturaleza racional es que puede entrar en comunión—con Dios, en primer lugar y principalmente; en segundo lugar, con otras criaturas racionales y para adherir más plenamente a Dios y deleitarse en él. El otro se convierte en “otro yo”; en otras palabras, mi “yo” es expandido y ampliado para incluir otros “yoes”. Tomo al amigo como una parte de lo que soy yo, de modo que su bien deviene mi bien y, de este modo, cundo trabajo por su bien no estoy haciendo algo que no tenga relación con mi bien. Las personas siguen siendo ontológicamente distintas, pero en cuanto participan cada vez más en lo que es verdaderamente común a los seres racionales, estos desarrollan una unidad o comunión espiritual que trasciende sus limitaciones individuales, en cuanto encuentra la imagen de Dios en sus almas. Para las criaturas, ser una parte es la única manera de convertirse en el todo.

5. Conclusión: Una sociedad de caridad

La doctrina del amor de Sto. Tomás honra en cada detalle la paradoja del amor mismo: el amante llega a la perfección sólo cuando ama a Dios más que a sí mismo y sólo en la medida en que lo hace—es decir, cuando se ordena a sí mismo y todas sus cosas a Dios porque Él es Dios—y busca el bien de otras personas sin subordinar el bien de ellas al suyo propio. La virtud consiste en ver el bien humano como primariamente espiritual y común a muchos: el hombre virtuoso se ve a sí mismo como “uno-muchos”, una parte con roles que debe desempeñar, deberes y derechos para sobrevivir. El vicio consiste en reducir el bien a los bienes materiales o corporales que no pueden ser compartidos: el hombre vicioso se comporta como un cíclope moral, una isla autosuficiente sin necesidades o responsabilidades para con los otros. Si un hombre es virtuoso, lo es porque es capaz de actuar por el bien en cuanto tal, el bien que puede y debe pertenecer a muchos; si es vicioso, lo es porque en forma coherente elige actuar por bienes que puedan ser exclusivamente suyos o, frecuentemente, a expensas de otros. (Basta pensar en la mentalidad del aborto dentro de la cultura de la muerte). Como ha sostenido siempre la enseñanza social católica, la única manera de superar la falsa oposición entre “mío” y “tuyo” es adquirir virtudes tales que vean a los mayores bienes como “nuestros”.

Las alternativas mutuamente excluyentes de egoísmo y altruismo, como sus contrapartes éros y agápe en la fantasía de Anders Nygren, son desde el principio desesperadamente inadecuadas para la función de explicar, forzándonos a conclusiones que contradicen tanto a una reflexión razonable sobre la experiencia como a la palabra de Dios revelada.

Para concluir mis reflexiones, me agradaría compartir con ustedes un texto magnífico de Jacques Maritain. Maritain identifica tres posibilidades teóricas, que podrían ser parafraseadas como: (1) auto-absorción, muerte por contracción, subjetividad pura—en una palabra, egoísmo; (2) auto-disolución, muerte por expansión, objetividad pura—en una palabra, altruismo; (3) auto-rendición, una vida superior muriendo para los extremos, encerrando la subjetividad dentro del Sujeto divino—en una palabra, caridad.

“Si me abandono a mí mismo a la perspectiva de la subjetividad, lo absorbo todo en mí mismo, y lo sacrifico todo a mi unicidad, me encuentro remachado a lo absoluto del egoísmo y del orgullo

[pensemos: un egoísmo osificado]

. Si me abandono a mí mismo a la perspectiva de la objetividad, quedo absorbido en cada cosa, y, disolviéndome en el mundo, resulto falso para mi unicidad y renuncio a mi destino [pensemos: altruismo embriagado]. Es sólo desde lo alto [pensemos: infusión de la caridad divina] que puede resolverse la antinomia. Si Dios existe, entonces el centro es Él y no yo; y esta vez no en relación a una cierta perspectiva particular, como aquella en la que cada subjetividad creada es el centro del universo que conoce, sino hablando absolutamente, y como subjetividad trascendente a la que se refieren todas las subjetividades. Esta vez yo puedo saber tanto que no soy importante como que mi destino es de la mayor importancia. Puedo saber esto sin caer en el orgullo, saberlo sin ser falso para mi propia unicidad. Porque amando al Sujeto divino más que a mí mismo, es por Él que yo me amo a mí mismo, es obrar como Él desea que yo deseo cumplir mi destino por encima de todas las cosas; y porque, insignificante como soy en el mundo, soy importante para Él; no sólo yo, sino todas las otras subjetividades cuya posibilidad de ser amadas se revela en Él y para Él y que están por eso mismo, juntamente conmigo, un nosotros, llamados a regocijarnos en Su vida”.[28]

En último término, nuestra perfección consiste en estar ordenados a algo, o más bien, a Alguien, que es interior intimo meo et superior summo meo,[29] más interior que lo que es más íntimo en mí, y más elevado que lo que es más alto en mí—la fuente de mi ser, de mi bondad, de mi personalidad, de mi destino. Lo que me perfecciona siempre está más allá de mí y sin embargo se hace mío por la caridad. Este Bien no entra dentro de mí y es asimilado como un alimento, sino que yo soy tomado por él, juntamente con todos los otros que aceptan ser tomados dentro de ese abrazo. Esta es la base para una sociedad de caridad—una sociedad en la que los miembros actualizan su dignidad como hijos de Dios por medio de la adoración divina, el reposo contemplativo, la amistad y el servicio activo hacia los inferiores; una sociedad que busca los bienes verdaderamente comunes y se regocija en ellos: la verdad natural y sobrenatural, las virtudes morales e intelectuales, la belleza inteligible de las bellas artes, la alegría de comunidades en paz: una sociedad que hasta comienza a conformarse, desde lejos, al ejemplar luminoso de la Bienaventurada Trinidad, que nos conduce ex umbris et imaginibus in veritatem.


[1] Published in La FASCINACIÓN de SER METAFÍSICO: Tributo al Magisterio de Lawrence Dewan, O.P., edición dirigida y revisada por Liliana B. Irizar y Tamara Saeteros (Fondo de Publicaciones, Universidad Sergio Arboleda, 2015). Este artículo está basado en una conferencia presentada en el XI Colloquium of the International Group of Research in Moral Theolog y of the John Paul II Institute for the Study of Marriage and Family, sobre el tema “Caritas Aedificat: Love as a Principle of Social Life”, Pontificia Universidad Lateranense. Roma, 19–20 Noviembre de 2010. Una versión en italiano fue publicada con el título de “L’amore come principio di communicazione nel bene”, in L’amore principio di vita sociale, Juan José Pérez–Soba and Marija Magdič, eds., Studi sulla Persona e la Famiglia 12. Siena: Edizioni Cantagalli, 2011, pp. 73–87. Estoy profundamente agradecido con Father Lawrence Dewanpor la dirección recibida de él en los temas metafísicos, a David Gallagher por sus exposiciones sobre la doctrina del amor en Sto. Tomás y sus rivales modernos, a mi colega Jeremy Holmes por su esmerada crítica a una primera versión de este artículo, y a Stephan Kampowski por plantear una objeción que he intentado responder más abajo en la nota 19. La traducción es de Carlos R. Domínguez. Revisión de la traducción: Liliana B. Irizar.

El Dr. Peter Kwasniewski nació en Chicago y creció en New Jersey. Después de estudiar en el Thomas Aquinas College y en The Catholic University of America, dictó cursos de filosofía y de teología en el International Theological Institute en Gaming, Austria, desde 1998 a 2006. Durante este período enseñó filosofía medieval en el Austrian Program of Ave Maria University, sobre derechos humanos para el Phoenix Institute Europe Foundation, y sobre música e historia para el Austrian Program of the Franciscan University of Steubenville. Es también compositor y editor de música sacra, y ha dirigido escuelas de canto gregoriano y corales mixtas desde 1990 hasta el presente, y en la actualidad es director del Wyoming Catholic College Choir. Sus artículos sobre filosofía, teología, y música han aparecido en muchas prestigiosas revistas especializadas (en una como editor, y en otra como traductor y comentador) con The Catholic University of America Press: Wisdom’s Apprentice: Essays in Honor of Fr. Lawrence Dewan, O.P., y On Love and Charity: Readings from the Sentences Commentary of St. Thomas Aquinas.

[2] Father Dewan mismo ha publicado varios artículos que tratan directa o indirectamente sobre el bonum commune, entre los que pueden mencionarse: Concerning the Person and the Common Good. In: Maritain Studies/Études maritainiennes. Nº 5 (1989): 7–21; St. Thomas, John Finnis, and the Political Good. In: The Thomist. Nº 64 (2000): 337–74; Maritain on Religion in a Democratic Society: Man and the State Revisited. En: Maritain Studies/Études maritainiennes. Nº 21 (2005):32–60.

[3] La doctrina del extasis amoris es desarrollada por Sto. Tomás en un número de textos extraordinariamente interesantes a lo largo de toda su carrera. Con referencia a dichos textos y el análisis de los mismos, ver KWASNIEWSKI, Peter. St. Thomas, Extasis, and Union with the Beloved. In: The Thomist. Nº 61, 4(1997): 587–603; idem, The Ecstasy of Love in Aquinas’s Commentary on the Sentences. In: Angelicum. Nº 83 (2006): 51–93.

[4] Relacionado con esto está el contemporáneo “culto del cuerpo” que adopta muchas y variadas formas que van desde las relativamente inofensivas a las espiritualmente ponzoñosas, por ejemplo, la preocupación por la imagen en la televisión y las revistas, la obsesión por la salud y el estado físico, los productos capitalistas para el cuidado del cuerpo, una tecnología médica crecientemente costosa e invasiva, tatuajes y piercings, pornografía. Lo que todo esto tiene en común es el error de tomar el cuerpo o lo sensible como si fueran el yo –el punto de atención, cultivo y finalidad.

[5] Ver GALLAGHER, David. Gewirth, Sterba, and the Justification of Morality. In Gewirth: Critical Essays on Action, Rationality, and Community. Ed. Michel Boylan. New York: Rowman & Littlefield, 1999, pp. 183–89.

[6] Sólo en Dios la carencia de extasis es pura positividad, porque no hay finitud que El deba trascender a fin de ser El mismo, así como nosotros debemos trascender nuestros límites si queremos entrar de lleno en lo que debemos ser.

[7] NORRIS CLARKE, William. The One and the Many: A Contemporary Thomistic Metaphysics. Notre Dame: University of Notre Dame Press, 2001, p. 33.

[8] Textos en los que Sto. Tomás invoca este axioma: Scriptum super libros Sententiarum magistri Petri Lombardi episcopi Parisiensis, I.34.2.1 ad 4. Ed. P. Mandonnet. Paris: Lethielleux, 1929, 1159 pp. [En adelante: In Sent.]; Liber de veritate catholicae Fidei contra errores infidelium seu Summa contra Gentiles, I.37 y III.24. Ed. P. Marc, C. Pera y P. Caramello. Taurini-Romae: Marietti, 1961 [En adelante: SCG]; Summa Theologiae, I.5.4 y 27.5 ad 2. In Opera omnia iussu impensaque Leonis XIII P. M. edita, t. 4-12. Romae: Ex Typographia Polyglotta S. C. de Propaganda Fide, 1888-1906 [En adelante: ST]; ST I–II.1.4 ad 1; ST II–II.117.6 obj. 2 et ad 2; Quaestiones disputatae de veritate in Opera omnia iussu Leonis XIII P. M. edita, t. 22, q.21.1 ad 4. Roma: Ad Sanctae Sabinae/Editori di San Tommaso, 1975-1970-1972-1973-1976, 3 vol. 5 fascicula. [En adelante: De verit.]. Sobre el principio afín, bonum se communicat, ver In Sent. I.2.1.4 sc; In Sent. I.10.1.5 obj. 3 et ad 3; ST I.19.2 y 106.4; ST III.1.1; Compendium theologiae seu Brevis compilatio theologiae ad fratrem Raynaldum, I.124. In Opera omnia iussu Leonis XIII P. M. edita, t. 42. Roma: Editori di San Tommaso, 1979, pp. 5-205.

[9] El principio de semejanza será importante, porque “todo animal ama a su igual, y todo hombre a su prójimo” (Sir. 13:15).

[10] SCG III.24, (Leon.14:63, Ex quo).

[11] In Sent. lib. I, III.28.6 (913, §57).

[12] SANCTI THOMAE AQUINATIS. Opera omnia jussu Leonis XIII P. M. edita, t. 25/1: Quaestiones de quolibet, Quodlibet II, q.2, a.1.. Roma-Paris: Commissio Leonina-Éditions du Cerf, 1996. [En adelante: Quaestiones quodlibetales]. Quaestiones quodlibetales 1.4.3; ST I.60.5; I–II.109.3; II–II.26.3; In Sent. III.29.1.3; cf. GARRIGOU–LAGRANGE, Réginald. The Love of God and the Cross of Jesus. Trad. Jeanne Marie. St. Louis: Herder, 1947, 1:89 et seq.

[13] ALBERTUS MAGNUS. Summae theologiae 2.4.14.4.2, corp. In Opera omnia, vol. 32, Paris: Vivès, 1895.

[14] ST I.19.2.

[15] GALLAGHER, David. Desire for Beatitude and Love of Friendship in Thomas Aquinas. In: Medieval Studies. Nº 58 1996; 1–47; aquí, 37.

[16] El pecado no solo es un rechazo de la gracia; en su nivel más profundo es una negación de la naturaleza. El pecado es la privación o disminución del modo, la especie y el orden (ver ST I–II.85.4). El amor de Dios por encima del yo es natural para una naturaleza integral; y ya no es natural para una naturaleza caída (ST I–II.109.3). En el orden caído, un amor extático, generosamente auto–difusivo solo es posible por la infusión de la gracia, actual o habitual, que capacita a una persona para amar a Dios sobre todas las cosas y en todas las cosas y amar a su prójimo como a sí misma.

[17] ST, Suppl., 56.4, corp; cf. III.23.1 ad 3; I–II.28.4 ad 2. Para una aplicación más extensa de este principio, ver KWASNIEWSKI, Peter. On the Ideal Basis and Fruition of Marriage. In: Second Spring: N° 12 (2010): 43–53.

[18] GARRIGOU–LAGRANGE, Réginald. The Three Ages of the Interior Life: Prelude of Eternal Life. Trans. M. Timothea Doyle. Rockford: TAN, 1989, 2:141; ver también del mismo autor, The Fecundity of Goodness. In: The Thomist. N° 2 (1940): 226–36.

[19] AUGUSTINE. Confessions, 12.25. Trad. F. J. Sheed. Indianapolis/Cambridge: Hackett, 1993, 251 (ligeramente modificado).

[20] Cualquier criatura, en cuanto es parte de un todo mayor, está naturalmente inclinada (y debe ser un agente libre, moralmente obligado) a amar el bien del todo –tanto el bien común intrínseco que es el orden del universo como el bien común extrínseco, que es Dios– más que su propio bien en cuanto es una parte de él. Siendo por su misma naturaleza una parte del todo, o, más precisamente, parte de muchos todos concéntricos, la criatura está ordenada al todo no meramente como a algo superior y constitutivo de ella, sino como aquello que, en su misma universalidad, es lo más causativo e integral con relación a su propia perfección. El tratamiento definitivo de este tema es el de DE KONINCK, Charles. The Primacy of the Common Good, que, juntamente con otras obras relacionadas, puede encontrarse en DE KONINCK. Charles. The Writings of Charles De Koninck, Volume 2. Ed. Ralph McInerny. South Bend: University of Notre Dame Press, 2009. Ver también WALDSTEIN, Michael. The Common Good in St. Thomas and John Paul II. In: Nova et Vetera [English ed.]. N° 3.3 (2005): 569–78; BLANCHETTE, Oliva. The Perfection of the Universe According to Aquinas. University Park: The Pennsylvania State University Press, 1992.

[21] Ciertamente, los bienes materiales pueden y deben usarse virtuosamente como base de la manifestación de la amistad de caridad, y de esta manera pueden llegar a ser instrumentos incluso para amar a Dios amando al prójimo en razón de Él. Uno podría referirse al “principio sacramental” subyacente en los órdenes de la creación y la redención: las realidades espirituales nos son comunicadas a través de cosas materiales que sirven como instrumentos y símbolos de esas realidades. En ausencia de virtudes genuinas, sin embargo, los bienes materiales se convierten en una piedra de tropiezo para el hombre en su progreso hacia la felicidad, un poderoso incentivo y un mecanismo de opresión sea por su abuso o sea por su planificada ausencia. Como sostiene acertadamente Garrigou-Lagrange, en sí mismos y por sí mismos, los bienes materiales sirven más bien para dividir a los hombres que para unirlos; efectivamente, a causa de la concupiscencia desordenada del hombre caído, ellos ponen al hombre contra sí mismo, sus pasiones y apetitos inferiores en contra de su bien racional y su destino intelectual y, como sabemos, “una casa dividida en contra de sí misma no puede sostenerse”.

[22] Ver ST I.93; cf. Cathecism of the Catholic Church, n.°s 356–368, Rome: Libreria Editrice Vaticana/Washington, DC: United States Catholic Conference, 1997, Second edition.

[23] De acuerdo con Tomás de Aquino, ST II–II.25.7, los hombres buenos deciden ser primariamente en ellos mismos, mens rationalis, rationalem naturam, mientras que el hombre malo elige primariamente naturam sensitivam et corporalem.

[24] ST I–II.73.1 ad 3; ver GARRIGOU–LAGRANGE. Three Ages, 2:399.

[25] Ver Lc 9, 24–25; Jn 12, 25 y paralelos; Mt 13, 12; 25, 29, y paralelos; y la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11–32), que “malgastó su hacienda viviendo perdidamente”, dissipavit substantiam suam vivendo luxuriose (15, 13).

[26] Ver ARISTOTLE. Nicomachean Ethics, IX.9. Transl. by W. D. Ross, revised by J.O. Urmson. In J. Barnes Ed. New Jersey: Princeton University Press, 1984.

[27] Ver ST I–II.28.2.

[28] MARITAIN, Jacques. Existence and the Existent. Trad. Lewis Galantiere and Gerald B. Phelan. Garden City, New York: Doubleday, 1957, pp. 82–83.

[29] AUGUSTINE. Confessions, 3.6.11.

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